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Blog Uría: Muchos cuerpos, sólo un alma

Rubén Uría

Publicado 18/09/2017 a las 12:58 GMT

El estadio de nunca acabar se acabó y se estrenó. Precioso, cómodo y futurista. Eso sí, aún no tiene el alma incorruptible del Calderón. Llegará con el tiempo.

Wanda Metropolitano

Fuente de la imagen: Imago

La interminable historia del estadio de nunca acabar, el que se acabaría en 2012, luego en 2013, después en 2014 y más tarde en 2015, tuvo punto y final este fin de semana. El Atlético se mudó por decisión unilateral de su directiva que, sin creer oportuno preguntar a su afición, no quiso remodelar el Calderón y apostó por un nuevo hogar. La primera versión del cambio de estadio hablaba de 100 millones de beneficio para el club. Luego se habló de 80. Más tarde, de un hipotético coste cero. Y hoy, el nuevo estadio, lejos de darle dinero al Atlético, le ha costado unos 170, que se amortizarán en los próximos años. Tras zancadillas políticas, desidia institucional y prisas de última hora, obteniendo la licencia provisional sobre la bocina, el Atlético ha estrenado su nueva casa. Lo ha hecho gozando del favor, impulso y publicidad de la aplastante mayoría de medios de comunicación que, si se trata de masajear a la directiva atlética, se pegan por ser los primeros de la fila. Ni metros, ni buses, ni accesos, ni atascos, ni permutas, ni Mahou que valga. Preguntas no, abrazos sí. Nada nuevo bajo el sol. Lleva siendo así treinta años.
Al nuevo estadio le faltan remates y aún no está preparado para acoger la final de la Champions – ojalá lo esté y se le conceda-, pero nadie podría acusarle de ser un campo sin comodidades y lujos. Uno cuyo exterior recuerda a un páramo y cuyo interior maravilla por su amplitud, comodidad, acústica y juego de luces. El Wanda (corren tiempos de mercadeo) Metropolitano sucede a Retiro, Vallecas, O’Donnell, Metropolitano y Vicente Calderón. La directiva rojiblanca se siente eufórica: el Wanda es su creación, su proyecto. Supone el gran salto del club que era de todos a la conversión, definitiva en una Sociedad Anónima que funciona como una corporación. Los medios le han dado su bendición. Los jugadores también. Y Simeone, la única autoridad moral del club, también. Suficiente para que la masa social atlética, la que sabe lo que pasó con el club y la que no lo quiere saber, trague con el cambio, convencida de que esto será para mejor, hará crecer al club y será motivo de orgullo para presumir de estadio futurista, maravilloso y brillante. Ojalá sea así. Ojalá sea el gran salto al futuro que la entidad merece.
Entre la nostalgia de lo que pudo haber sido y las dificultades de lo que será, los atléticos siguen reflexionando sobre esta nueva etapa. Unos abrazan la modernidad, aplauden el cambio, se alinean con el proyecto de futuro de la directiva y están convencidos de que el Wanda será la envidia europea, porque es el único camino para crecer. Son tan atléticos como el que más. Otros, en minoría, reconocen que el Wanda Metropolitano es una joya arquitectónica, un estado precioso, con buena vista, alcances y lujos, pero se quedan con el espíritu incorruptible del Calderón, que se pagó con el dinero de los socios y se tirará sin su visto bueno. Esos también son del Atleti. En todo caso, más allá de la división de opiniones, la familia atlética está ante uno de sus grandes desafíos: el Atleti tiene nuevo hogar, pero ni los jugadores, ni los aficionados, lo sienten todavía como su casa. Eso llevará tiempo. Todos los atléticos, piensen como piensen, tienen una responsabilidad común: trasladar el alma del Calderón al Metropolitano. En el fútbol, como en la vida, hay muchos cuerpos, pero sólo un alma.
Rubén Uría / Eurosport
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