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Blog de la Calle: El Ciclista remoto

Fermín de la Calle

Publicado 08/08/2018 a las 10:50 GMT

¿Qué razón empuja a un belga de Amberes a visitar las Highlands cada dos años para ascender las rampas de más del 20% del bellísimo y peligroso 'Bealach na Bà'?

El ciclista remoto

Fuente de la imagen: Eurosport

Suele ocurrir que los lugareños, como los periodistas, saben más por lo que callan que por lo que cuentan. Por eso, cuando uno viaja, nunca está de más invitar al trago pertinente de la zona a algún nativo sediento. En estos casos es recomendable la discreción. Ver, oír y callar. Y, por supuesto, recordar el primer mandamiento de la barra del bar: la segunda siempre es mejor que la primera. En Broadford, pueblo a los pies de las Highlands escocesas, no hizo falta pasar a la acción. El casero del establecimiento donde me alojé me invitó a tomar un café, mientras azuzaba la chimenea, al saber que era periodista. Debo confesar que elegí el sitio porque reunía demasiado encanto como para resistirme a no pernoctar en él, por más que estuviera un poco más alejado del centro de la Highlands de lo que me había planteado en un primer momento. No tenía televisión, las habitaciones tenían una sensual bañera y la casa estaba salpicada de cosas genuinas como un enorme piano que ejercía de escritorio, varias chimeneas, un inquietante caballito balancín bajo el hueco de la escalera o estatuas engullidas por la vegetación del jardín. En resumen, un lugar perfecto para ser descuartizado sin que nadie se enterase. Por si acaso, el acceso al lugar ni siquiera aparecía en Google Maps. Muy de Amenábar todo.
El casero, tipo mayor y culto que tocaba la guitarra con soltura y pintaba sorprendentemente bien, me preguntó con cierto desdén el primer día: "¿Irás a Skye, no?". A lo que respondí condenado de antemano por el tono de la pregunta: "¡Qué remedio!". Le comenté el itinerario previsto y me escuchó con la misma desgana con la que me tomaban la lección los curas en el internado. "Llevo años viajando por le mundo en busca de faros. Así que empezaré por acercarme a Neist Post", le respondí por darle algo de épica al asunto. Apostaría a que aquella respuesta hasta despertó su curiosidad, pero la letanía que vino después le devolvió al hastío: "Y a Fairy Glen, Quiraing, Kilt Rock, Old Man of Storr...". Como si recitase de carrerilla el "Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau" de la Máquina de River, o la tripleta de galeses que formaban la legendaria primera línea de Pontypool: Graham Price, Bobby Windsor y Charlie Faulkner. El caso es que se limitó a matizar un par de cosas y volvió a sus quehaceres.
El día no estuvo mal, salvo porque en Portree, capital turística de la isla de Skye, las gaviotas se toman demasiadas confianzas alrededor de uno mientras degusta el típico 'fish and chips' en la playa ante la evocadora imagen de las casas de colores. Fairy Glen resultó ser una ratonera en un día lluvioso que convirtió todo en un barrizal que me hizo echar de menos las botas de taco largo de rugby. Y para rematar, en Old Man of Storr la niebla escondió aquellos cerros dignos de Mordor ante la decepción del personal. Pero en líneas generales, la isla de Skye justificó su fama.
Al aterrizar a la noche de nuevo en Broadford, el viejo me preguntó con desgana por el día acurrucado en una butaca cerca de la chimenea. "Todo bien. Mucha agua, mucho barro y mucha gente", le respondí. "Yo iré en noviembre, estará más tranquilo", apuntó burlón. "¿Y mañana qué planes tienes?", interrogó intrigado. "Pues tenía pensado ir a Ullapool, pero pensaba hacerlo cruzando la península de Applecroos y luego costeando", respondí. Misteriosamente aquella respuesta operó un efecto inesperado en él. Dejé de ser un simple huésped para aquel venerable sesentón de gustos refinados y conversación apacible y sus ojos se abrieron como platos. "¿Y lo vas a hacer en eso?", me dijo señalando al Fiat 500 que alquilé en Edimburgo a falta de algo más robusto. En realidad llevaba razón, "eso" era un coche rojo coral (ahora todos los colores tienen matices como el blanco roto o el azul petróleo) que invitaba más a quemar la noche en Ibiza que a perderse montaña arriba por las Highlands. "Es lo que hay", le respondí. Lo que no sabía mi anfitrión es que quien esto escribe alterna habitualmente una Vespa con un coche de cambio automático. Por lo tanto, imaginen la ilusión que me producía pensar en cuestas, embragues, cambios de marcha y parones en curva.
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Carreteras del Bealach na Bà

Fuente de la imagen: Eurosport

A la mañana siguiente, después de desayunar acompañado de una pareja española de esas que aún afirma "estar enamorada", me abordó el casero. "¿Sigues queriendo ir a Appelcroos?", me preguntó con cierta ansiedad. Empezaba a preocuparme su obsesiva curiosidad. "Es la idea. Dar un paseo y tomar una cerveza por allí", le contesté. A lo que añadió: "Las cervezas en Applecroos se toman al llegar al pueblo. Nunca antes de subir 'Bealach na Bà'. Una vez cruces la península y llegues, date el gusto de tomarte el famoso Haddock del Applecroos Inn. Será tu recompensa", añadió. Sabía que la subida no era sencilla, pero después de haber recorrido en tres días 600 millas conduciendo con el volante a la derecha (no negaré algunos episodios de desorientación en cruces y rotondas), me sentía capacitado para subir cualquier montaña. Por cierto, además de recorrer 600 millas también había pasado un par de veces por la gasolinera. Y si uno no conociera los motivos que empujaron a rebelarse a Rob Roy y William Wallace, podría pensar que en lugar de desafiar a los arrogantes ingleses debía haberse levantado en armas contra las multinacionales del petróleo. ¡Vaya precios!
El caso es que llegué al pie de 'Bealach na Bà' fascinado por la belleza de los valles, fiordos y lagos que fui sorteando. Ni siquiera había prestado atención al muro que tenía delante. Una carretera tortuosa, estrecha, con curvas con desniveles superiores al 20%, un asfalto desgastado por el tiempo y el suelo mojado por una cortina de agua fina que caía de forma incesante. Un calabobos en toda regla. A medida que ascendía, comencé a notar que la gente que se cruzaba con mi Fiat 500 rojo coral lo observaba con una mezcla de sorpresa y sorna. "Demasiado atrevido para estos montañeros y campistas tan conservadores", quise pensar tratando de espantar el temor que se iba apoderando poco a poco de mí. En los ocho kilómetros de subida que servían para salvar 626 metros de desnivel, pasé por varios momentos peliagudos. "¿Qué hace un paleto como tú metido aquí en el coche menos discreto de todas las Highlands?", pensé una de las veces que se me caló el coche en medio de una curva con una fila de automóviles siguiéndome expectantes. Solo faltaba la música de Benny Hill.
Los escoceses son gente hospitalaria y generosa, algo que también demuestran al volante. Ocurre que en Escocia hay cientos, por no decir miles, de kilómetros de carreteras secundarias con espacio solo para que pase un automóvil. Por lo que decidieron solucionar el problema habilitando los 'Passing Place' o sitios de paso, zonas que salpican las carreteras a uno u otro lado de las mismas para que los coches se echen al lado y dejen pasar al que viene de cara y no cuenta con un 'Passing Place' en su carril. Así que mientras peleaba con el embrague para aguantar en 2ª trazando una curva de 180 grados con un desnivel del 20% y el coche patinando, intentaba no mirar el precipicio que tenía al lado y al tiempo luchaba por no perder de vista a los que venían en dirección contraria para ver quién se debía echar al lado. Debe ser lo más cerca que he estado de sentirme como Kasparov. Decenas de cosas pasaban por mi cabeza al tiempo en una décima de segundo. Contra todo pronóstico (si hubiera apostado a mi favor habría ganado mucho dinero), llegué arriba sano y salvo. Y también sudando como si hubiera subido en bicicleta. Para qué negarlo.
Precisamente, uno de los momentos cumbres del ascenso se produjo cuando apareció de la nada un ciclista a mi lado en plena subida. Era belga, lo supe después porque me lo encontré abajo. El tipo apenas se levantaba del sillín. Con un maillot amarillo absolutamente vintage y una cadencia de pedalada consistente, tiraba de riñones aferrado al manillar. Los dos concitábamos el interés del personal. Él por la épica de su ascensión, yo por la inopinada expectación causada por el Fiat 500. El asunto es que llegó arriba y se tomó un respiro. Coincidimos en ese leve parón y le dije ingenuamente: "Ya has pasado lo peor, ahora a disfrutar". Sonrió, sin decir nada más. Luego entendí por qué lo hizo.
Si la subida era terrorífica, en la bajada estuve a punto de sacar el pie por debajo del coche frenando como Pedro Picapiedra. El primer tramo de bajada no era apto para gente con vértigo. En la radio, la única emisora que daba señales de vida, 'Isles FM', emitía un programa de country que rebajaba cualquier atisbo de romanticismo celta durante el descenso. Y allí pasó de nuevo Phillipe en su bicicleta con un ritmo desenfadado tocando el freno lo justo y necesario. "Este sí que es un valiente", me dije mientras pensaba qué habría pensado mi casero de él.
Las cinco millas de bajada atravesando la península de Applecross camino del pueblo del mismo nombre fueron inenarrables. A ratos parecían parajes lunares, por momentos evocadores escenarios de películas de elfos y criaturas de otros mundos. Ensimismado llegué abajo casi 20 minutos después. Obviamente procedí a cumplir la recomendación del casero: cobrarme mi recompensa, "el "famoso" Haddock del Applecroos Inn con una cerveza". Y allí, mientras engullía una pinta de McEwan, me plantaron el mejor 'fish & chips' que me he comido en mi vida. Y no lo digo por la euforia que sentí al completar la aventura, que también. Minutos después apareció Phillipe, que había reservado mesa y conocía a todo el personal del emblemático establecimiento. Se sentó en la mesa contigua y enseguida surgió la conversación. Este belga de Amberes acude cada dos años a las Highlands para cumplir religiosamente con su rutina: "ascender el 'Bealach na Bà' y darme el placer de disfrutar del descenso hasta Applecroos para venir a comer aquí. El año que no vengo aprovecho para acudir a los Alpes o a otras cordilleras como los Pirineos. Vivo en una ciudad plana y disfruto mucho subiendo con mi bicicleta grandes montañas. Te diré que no conozco ninguna tan bella y desafiante como esta. Ni en los Alpes ni en ningún sitio. Por la dificultad de sus empinadas rampas, pero sobre todo por la belleza de sus parajes".
Applecroos Inn
Phillipe había cumplido los 40 años hacía un par de veranos y mantenía la rutina desde que cumplió los 28. "Me trajo un amigo y me enamoré de estos fiordos. La carretera de la costa que vas a tomar ahora es deslumbrante. No hay nada parecido en toda Escocia y créeme que la conozco bien. Aquí la gente te respeta por más que la calzada sea muy estrecha. Además, apenas te cruzas con otros ciclistas. En cierta manera son carreteras vírgenes que te hacen sentir casi un explorador. Me gusta decir que soy un ciclista remoto", concluyó satisfecho el de Amberes, que se da cierto aire a Laurent Fignon.
Después de comer y de invitar a un té a mi inesperado amigo en el 'foodtrack' que estaba aparcado en el puerto de Applecroos, tomé la carretera de la costa camino de Fearmore. "No tengas prisa y disfruta, lo peor ya ha pasado. Ahora sí", me dijo socarronamente al despedirse.
Cualquier cosa que diga sobre la deslumbrante espectacularidad de los parajes que hay entre estas dos insignificantes localidades hará de menos a la realidad. No hay cámara fotográfica que pueda recoger la belleza de las vistas de las Hébridas y de la islas Skye desde esa carretera. La distancia es de apenas 21 kilómetros, pero difícilmente nadie la completa en menos de una hora debido a las continuas paradas que se hacen para tomar fotografías o simplemente para detener el tiempo extasiados por las vistas. Todos menos Phillipe, al que volví a cruzarme poco antes de llegar a Ardheslaig, una aldea con cuatro casas no lejos de Shieldaig, territorio de remeros. En las Highlands es habitual cruzarte con coches que transportan kayaks o llevan barcas en los remolques. Los lagos invitan a remar y a la vela, pero el frío obliga a utilizar neopreno grueso todo el año para meterse en el agua gélida.
Mandé por WhatsApp una foto triunfante al casero frente al "famoso" Haddock del Applecroos Inn. "Lo mejor está más al norte. Pero allí es mejor que vayas en un coche. En uno de verdad", me respondió. Me arrancó una sonrisa y no pude evitar pensar que incluso más al norte volvería a cruzarme con Phillipe, el ciclista remoto.
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