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La opinión de Sergio M. Gutiérrez: Las patas largas de la mentira

Sergio Manuel Gutiérrez

Publicado 25/03/2024 a las 10:45 GMT

Dicen que la mentira tiene las patas muy cortas, pero eso es mentira. A las mentiras de hoy, a las futboleras y a las otras, les importa poco que las señales. Ninguna mentira se dará por aludida. Si le echas el guante, se girará, te mirará con extrañeza y seguirá su camino con fuerzas renovadas: ¿no ves que a mí me da igual que sepas que soy mentirosa?, te dirá. ¡A mí se me quiere tal y como soy!

Diego Maradona strzelający gola ręką na MŚ 1986

Fuente de la imagen: Eurosport

Las dos mayores mentiras de la historia del fútbol se contaron en los ochenta: la mano de Dios, la de Maradona, en el Mundial de México ’86 y el bengalazo simulado del Cóndor Rojas, guardameta chileno, en el estadio brasileño de Maracaná en 1989. Algún observador despistado podría llegar a la errónea conclusión de que aquella época era más dada a la mentira que la nuestra. Nada más lejos de la realidad: lo que ocurre es que antes las mentiras debían elaborarse mejor, porque estaban peor vistas.
El Diego nunca se arrepintió de aquella acción tramposa, la que surgió de una conexión fallida con Jorge Valdano, el balón de repente rebotado hacia arriba y hacia el centro del área, y el portero Peter Shilton saliendo a por él un poco sobrado, Maradona tan chiquitito saltando a su lado, y entonces el instinto del guerrero, la idea maravillosa, aquel recurso de pícaro supino: el puño cerrado junto a su propia cabeza tocando la pelota con máximo disimulo, el gol de la justicia poética, postbélica, y la celebración del diez aún no del todo convencido, mirando de reojo al árbitro, el estadio Azteca a rebosar con ciento quince mil personas que no sabían muy bien lo que habían visto.
Unos minutos más tarde, Diego hizo el mejor gol de la historia en la jugada de todos los tiempos. Así de bien se elaboraban antes las mentiras: para disimularlas un poco, debías crear junto a ellas el más bello monumento futbolístico jamás soñado.

Cóndor caído

El Cóndor Rojas no es un hombre lo que se dice muy bello. Está lejísimos de ser Dios, entre otras razones porque jugaba de portero. Tampoco es el demonio aunque acabase defenestrado, casi como un proscrito en su propia tierra. Porque al Cóndor, de nombre Roberto, la mentira le salió cara pese a que no estuvo del todo muy mal pergeñada.
Fue en el transcurso de unas muy tensas eliminatorias de clasificación para la Copa del Mundo de Italia ’90. La roja chilena rivalizaba a patadas y mal carácter con el Brasil de Dunga y Taffarel. El partido de ida, en el Estadio Nacional de Santiago, había sido una verdadera batalla campal. En la vuelta, Maracaná devolvió la hostilidad a los chilenos.
En aquella época, el ambiente ganaba partidos porque los futbolistas visitantes tenían motivos para sentirse físicamente amenazados. No era que cuatro gritos te pudiesen achantar, era la convicción de que los gritones te arrancarían gustosos los ojos si te agarraban.
Careca ya había adelantado a la canarinha, y la clasificación mundialista parecía perdida para Chile, cuando el Cóndor cayó de súbito sobre el césped junto a una bengala humeante. Sus compañeros lo encontraron bañado en sangre, consciente pero aparatosamente herido. Con toda la dignidad y la ira que adorna a los agredidos, los futbolistas chilenos abandonaron el campo proclamando que allí no se podía jugar, pues nadie garantizaba su seguridad.
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El Cóndor Rojas, caído junto a una bengala humeante.

Fuente de la imagen: Eurosport

La investigación oficial demostró en pocos días que el propio Roberto Rojas se había cortado a sí mismo con una pequeña cuchilla, a propósito, con la intención de suspender el partido y volver a jugarlo en campo neutral.

Mentiras y pasiones

Hace treinta, cuarenta años, el fútbol (y no la política) concitaba las pasiones más bajas de una sociedad, las reconducía y las aletargaba como ha sucedido siempre con los deportes de masas en tiempos de paz. Los aficionados, en su mayoría hombres de clase trabajadora, canalizaban sus frustraciones cotidianas gracias a ese espectáculo irracional, veintidós tipos corriendo en calzón corto detrás de una pelota, pegándole patadas sin ton ni son. Gritaban y se hacían los machitos, ya que para ello no había que matar a nadie. Discutían y se hacían los entendidos, ya que para ello no había que leer ningún libro. Se hermanaban entre semejantes, se abrazaban cuando el equipo hacía un gol y lloraban juntos la derrota. Señalaban y detestaban al mismo enemigo, pues el enemigo era el otro y ya está, no hacía falta decir más. Y sobre todo percibían la realidad de un modo diáfano y estable, sin pluralidades liosas ni preguntas incómodas, sin divergencias en el grupo. Encontraban refuerzo a sus propios sesgos en las opiniones sesgadas de quienes habían decidido mirar el mundo desde el mismo prisma, con los mismos colores.
Un aficionado al fútbol es por definición un mentiroso. Comienza mintiendo a los demás y termina mintiéndose a sí mismo, o quizá al revés.
La mentira del fútbol exige una gran constancia en la costumbre de mentir. Si dices una vez la verdad, aunque sólo sea una, si se te cruzan los cables y consideras que no ha sido penalti, los tuyos te mirarán mal. Los aficionados ecuánimes no son buenos futboleros, desconfiamos de ellos por sistema. Una vez has comenzado a mentir, en el fútbol como en la vida, es mejor mentir mucho, hasta que los hechos alternativos que os contáis los unos a los otros se mezclen con la verdad verdadera y se transformen en ella. Entonces te percatarás de que tu realidad mentirosa sosiega a los de tu lado e irrita sobremanera a los que están enfrente, a quienes se cuentan otra verdad para sí mismos. Y el placer que sientes al molestarlos te impulsará a mentir aún más.
Hace algunas décadas, las mentiras del fútbol eran las más burdas que uno podía escuchar. Ahora todo es fútbol.

Dios y el diablo

La principal diferencia entre Dios y el diablo es que Dios consiguió engañar a las personas adecuadas durante el tiempo necesario para convertirse en Dios. Hablo de Maradona, por supuesto. Argentina venció aquel partido de cuartos de final, derrotó a la pérfida Inglaterra y acabó ganando el Mundial con el Diego convertido en héroe inmortal.
Su mentira fue productiva, percibida como beneficiosa por los millones de argentinos que debían juzgarla, percibirla. Diego ganó un partido de fútbol y moralmente también una guerra.
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Diego Maradona, con la copa de campeón del mundo en México 1986

Fuente de la imagen: Getty Images

Hubo malas artes (la mano de Dios) y hubo belleza pura (la jugada de todos los tiempos). Y ambos elementos continúan derrotando hoy a Inglaterra cada vez que un inglés tiquismiquis subraya de modo ridículo que Diego metió el gol con la mano, como si todavía quisiera anularlo.
Ni el árbitro ni sus asistentes vieron la infracción de Maradona, y los demás no importaban un carajo. El Cóndor, en cambio, fue sospechoso muy pronto, en parte porque aquel corte sin quemadura no era propio de una bengala. Lo pilló un fotógrafo, y con el tiempo acabó confesando, escondiendo la cabeza en un agujero y emigrando porque nadie le daba trabajo. Si la mentira de Diego Armando Maradona otorgó victoria y felicidad a Argentina, la de Roberto Rojas arrojó oprobio sobre Chile. Su treta no fue útil, no sirvió a nadie porque no dio el resultado buscado. Si haces trampas y no te pillan, y con ellas derrotas al enemigo odiado, todos te aplaudirán. Si haces trampas y te pillan, y además pierdes contra el enemigo odiado, todos te repudiarán.

La mentira mentirosa

La cuestión no es, por tanto, si la mentira es o no es mentirosa, sino a quién favorece decirla. Las mentiras contribuyen a construir certidumbre en el marco de una realidad paralela más amable, que nos permite vivir tranquilos porque la miramos con mejores ojos.
Sí, a los aficionados al fútbol nos gusta escuchar que a nuestro equipo le robaron un penalti, porque esa mentira endogámica nos hace más llevadero el día. Eso ha sido así toda la vida.
Si se dicen tantas mentiras, es porque sirven para algo.
(La mentira está muy mal vista en el snooker. La honestidad extrema del jugador de snooker se da por sentada. Pero... ¿qué ocurriría si un profesional empezase a mentir compulsivamente, si no parase de hacer trampas a la menor oportunidad? No habría forma de impedírselo, más allá del frágil reglamento y la mera condena social. Condenar al tramposo todos los días, deshacer sus mentiras, es agotador; eso lo saben bien los mayores mentirosos de nuestro tiempo. Estoy seguro de que acabaríamos desistiendo, sobre todo si el tramposo en cuestión fuese nuestro jugador favorito.)
El problema es que la otrora llamada irracionalidad del fútbol, entendida como vía de escape del humilde currito, es ahora el pan nuestro de cada día también en la vida civil y política. Nuestros líderes cuentan mentiras por doquier, a calzón quitado, y las cuentan sólo para los suyos. Ya ni siquiera aspiran a parecer verosímiles. Ellos las sueltan, y nosotros las reproducimos como hinchas estúpidos. Hacemos de la mentira costumbre... hasta el punto de que hoy día vivimos en un eterno partido de fútbol de aquellos de los ochenta, con el campo embarrado y patadas voladoras aquí y allá, con pocas ganas de jugar la pelota, con árbitros comprados o en el mejor de los casos acojonados, con simulaciones y trampas, con agresiones, con violencia en las gradas. A este paso vamos a acabar todos con las piernas partidas, salvo los que las tienen muy largas.
Sergio Manuel Gutiérrez es comentarista de Eurosport España.
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