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La opinión de Sergio M. Gutiérrez: Se iban a morir igual

Sergio Manuel Gutiérrez

Actualizado 27/02/2024 a las 09:28 GMT

La paradoja del alpinista consiste en la necesidad de arriesgar aquello que más se ama, la vida, con el propósito de sublimarla. En los difusos límites entre el deporte, el arte performativo y la misma locura, a mitad de camino entre el individualismo crudo y la más fuerte hermandad con sus semejantes, el alpinista abraza la muerte porque sabe mejor que nadie que la muerte forma parte de la vida.

Foto de archivo en blanco y negro del Annapurna (centro derecha) en la cordillera del Himalaya.

Fuente de la imagen: Getty Images

Ni siquiera el más aguerrido de los escaladores alpinos desea morir solo y congelado, rodeado de nieve pero deshidratado, delirando, con los pulmones encharcados e incapaz de respirar. Si se pudiese elegir, nadie dejaría de respirar sin haberse despedido de sus seres queridos, sin estrechar al menos una de sus manos, no digamos ya sin un médico cerca ni atisbo alguno de cuidados paliativos, con dolor, sin imaginar siquiera la posibilidad de que un heroico rescatador irrumpa a última hora en ese lecho inhóspito y se lo lleve a uno por las bravas a un hospital, a casa, a cualquier lugar menos hostil.
No, nadie quiere morir así.
La muerte nos iguala, pues al final todos morimos, pero uno juraría sin haberse muerto nunca que no es lo mismo morirse de un modo o de otro. No puede ser la misma muerte cuando sabes que alguien está preocupado por ti, intentando hacer algo para ayudarte.
Estos días he recordado el sencillo pero fabuloso documental 'Pura vida' (Pablo Iraburu y Migueltxo Molina, 2012), en el que se narra el desesperado intento de rescate del alpinista español Iñaki Ochoa de Olza, atrapado y gravemente enfermo en el campo cuatro de la cara sur del Annapurna, a 7.400 metros de altitud, en una de las crestas más exigentes y peligrosas del mundo. Pese a sus muy escasas oportunidades de supervivencia, y pese al riesgo casi suicida que había de asumirse, catorce personas de una decena de nacionalidades distintas hicieron todo lo que estaba en sus manos, y mucho más, para sacar de allí a Iñaki.
Cuentan que era un hombre excepcional, aunque en verdad esto habría de ser lo de menos. Probablemente la ley humana más antigua de todas es la que se supone que nos obliga a salvar la vida de otros individuos cuando pensamos que hacerlo depende de nosotros. Eso de dejar que la gente se muera porque sí, porque total ellos se lo han buscado (en el mar, en la montaña, en una cama olvidada), es algo muy moderno y por completo inhumano. Somos gregarios, nos necesitamos entre nosotros. Uno de los personajes reales de 'Pura vida' lo expresó en la película con rotunda sencillez: se trata, dijo, de ayudarnos los unos a los otros para sobrevivir todos juntos.
Se nos ha olvidado que sólo sobrevivimos juntos.

Iñaki

Así que es la primavera de 2008, e Iñaki Ochoa de Olza monta una expedición al Annapurna, en el Himalaya nepalí. Tras algunas vicisitudes, tres integrantes alcanzan el campo cuatro de la cara sur, a 7.400 metros de altitud: el ruso Alexei Bolotov, el rumano Horia Colibasanu y el propio Iñaki. Allí pasan una noche terrible, tosiendo sin parar pero de buen humor, dispuestos a asaltar la cumbre de madrugada. Poco después de ponerse en marcha, el montañero navarro desiste: no ve claro el paso, quizá porque se encuentra enfermo. Lo considera demasiado peligroso y decide regresar al campo base, donde le espera su pareja, la canadiense Nancy Morin. Sólo uno de los tres hombres opta por cruzar, pese al criterio de sus acompañantes. Los dos que bajan le desean suerte, pero contemplan la posibilidad más que real de no volver a ver al ruso.
Escoltado por su fiel Horia, Iñaki Ochoa de Olza alcanza exhausto el campo cuatro, su punto de partida unas pocas horas antes. Cuando ambos se acomodan, el rumano comprueba que la situación es muy grave.
El español no puede dar un paso más. Jadea con gran dificultad, dice cosas sin sentido y se encuentra extremadamente débil. Necesitan ayuda de inmediato, pero los helicópteros no vuelan hasta allí, como mucho llegan con buenas condiciones climáticas al campo base, tres kilómetros más abajo.
Horia debe descender con su amigo, pero carece de energía, de equipamiento, de botellas de oxígeno, de algunos brazos fuertes y aclimatados para el porteo. Ni siquiera les queda agua, e Iñaki necesita sobre todo beber agua. Horia derrite nieve en su propia boca, para poder dársela.
Lo prudente en estas situaciones sería pedir socorro, medir las posibilidades individuales de supervivencia, aguantar ahí sólo un poco más de lo debido y abandonar finalmente al amigo moribundo para poder salvar la propia vida. Horia Colibasanu decidió quedarse. Tras casi cuatro días a semejante altitud, era muy consciente de que su cuerpo tampoco aguantaría mucho.

Decisiones

Si bien es cierto que la muerte es la cúspide de la vida, y que sin muerte esta vida no tendría la misma gracia, uno por lo general se cuida de ella y procura mantenerla lejos. Al buen Horia no le agradaba la idea de terminar congelado y con los pulmones encharcados, por mucho que algún día se fuera a morir igual (igual de morirse finalmente, porque es ley de vida, no igual de morirse justo de ese modo tan terrible). Él se quedó allí porque Iñaki era su amigo. Usando sus palabras, porque “no tenía opción”.
Sí la tenían todos los alpinistas que estaban por la zona convenientemente aclimatados y se apresuraron a subir, los que pagaron de su bolsillo billetes de avión y helicópteros, y material y traslados. Sí tenía alternativa, desde luego, el suizo Ueli Steck, quien realizó un ascenso vertiginoso con material demasiado ligero para el lugar que pretendía alcanzar. Ueli se jugó el pellejo pese a que apenas había hablado un par de veces con Iñaki, no tenía mucha relación con él y nadie le hubiera reprochado no hacerlo. Sí tenía excusa, vaya si la tenía, el ruso Bolotov, quien hizo cumbre en solitario afortunadamente y luego bajó, y vio el percal y aceptó el consejo de Horia y continuó bajando porque allí, en el campo cuatro, sólo iba a molestar, y no tenía sentido que se sacrificasen los dos. Así que Bolotov siguió su camino y se cruzó con Steck, que subía a toda prisa, y se intercambió con él las botas, para prestar un último servicio, y con las botas ligeras del suizo, con botas de trekking, Alexei Bolotov llegó finalmente al campo base hecho polvo, con un edema pulmonar, demacrado, pero allí le informaron de los enormes problemas logísticos que implicaba la operación de rescate, de la falta de alpinistas aclimatados, y decidió contra toda lógica que debía volver a subir.
El alpinismo, decía Bolotov, no es un deporte porque escalando montañas no alcanzas la gloria deportiva: 'Esto no es fútbol o tenis. No da dinero. No vamos ahí arriba en busca de éxito, vamos porque es lo que nos da la vida.'

La parca

La relación con la muerte de un alpinista es cercana, para bien y para mal. Un alpinista se insufla vida persiguiendo a la muerte y no rehuyéndola, coqueteando con ella en lugar de ponerle mala cara. Como nada ama más que la vida, que la verdadera sensación de estar vivo, protege la vida ajena aun al precio de la propia. Un alpinista sabe que a determinada altura el cuerpo te puede traicionar, los elementos te pueden traicionar, un mal paso te puede traicionar.
Los límites entre el deporte de riesgo y el riesgo por deporte (como forma de vida) se antojan difusos. En el deporte de competición, la seguridad del deportista está o debería estar en el centro de todas las decisiones. Nadie escatima medidas de seguridad cuando ocurre un accidente. Lo contrario sería una atrocidad.
En cualquier disciplina deportiva, la ausencia de personal sanitario o de medios de transporte, o de un hospital de referencia, sería considerada negligencia y provocaría un escándalo mayúsculo. Qué diríamos si se perdiera una sola vida, la de un futbolista o la de un aficionado, o la de un piloto de motos o de coches, o la de un esquiador, si falleciese por ausencia de atención médica urgente y diligente.

La tutela

La clave está en la idea de tutela y amparo, es decir, en la responsabilidad que asumen los encargados de cuidar a quien pueda acabar cayendo herido o enfermo. El deportista compite y a veces asume riesgos con la premisa de que si algo va mal alguien cuidará de él.
En el Annapurna, a más de siete mil metros de altitud, no existe ese amparo. Normalmente, allí nadie puede rescatarte.
Los rescatadores de Iñaki salvaron sus propias vidas aquel día de mayo de 2008, el día que Iñaki murió. Todos se iban a morir igual algún día. De hecho, Alexei Bolotov sólo vivió cinco años más, hasta que en 2013 se le rompió una cuerda cuando intentaba abrir una vía nueva en la vertiente suroeste del Everest. A Ueli Steck le llegó su hora tristemente en 2017, bastante cerca del lugar del accidente de Bolotov, como consecuencia de una caída mientras se aclimataba en solitario a más de 7.200 metros en el Nuptse.
Se calcula que en España se producen alrededor de cien mil accidentes de montaña cada año, en un porcentaje altísimo por falta de nivel técnico, información, formación y experiencia de los accidentados. Nuestros cuerpos de seguridad cuentan con especialistas, rescatadores convenientemente preparados, equipados y mentalizados para arriesgar sus vidas con tal de salvar la tuya.
Si cometes un error o una imprudencia, acuden a rescatarte cuando es posible. Asumen tu tutela, te amparan. Ni se les pasa por la cabeza dejarte morir en un monte. Se apresuran, te encuentran, te sacan y te llevan a un hospital. Apuran las opciones de salvarte aunque con toda probabilidad lleves muerto algunas horas.
Porque dejar que te mueras sería un auténtico disparate. Porque no cumplir esa función de amparo, de tutela, sería un escándalo. Porque dejar morir a una sola persona (no digamos a dos, a tres, a diez, a más) sin ofrecerle la posibilidad de vivir, aunque esa posibilidad te parezca pequeña, es indecente e inhumano. Lo es aunque te vayas a morir igual, algún día.
Sergio Manuel Gutiérrez es comentarista de Eurosport España
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