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Blog De la Calle: El librero de Callander

Fermín de la Calle

Actualizado 04/08/2018 a las 07:37 GMT

Perderte en una destartalada librería de 2ª mano de un pueblo en el corazón de Escocia buscando libros de rugby puede llevarte a conocer personajes evocadores.

Callander, Escocia

Fuente de la imagen: Eurosport

Nada parece alterar la tranquilidad de Callander, pueblo de apenas 3.000 habitantes en el corazón de Escocia donde el trasiego de los visitantes que ascienden a la Highlands revitaliza la única avenida existente. Su nombre es una derivación del nombre gaélico de la ciudad: Calasraid. Significa "calle del puerto" y se refiere al ferry que cruzaba el río Teith y hacía escala en este punto. Se encuentra a 16 millas de Stirling, donde tuvo lugar la batalla del Puente del mismo nombre en el año 1297, en la que William Wallace derrotó a los ingleses. Todo recuerda a Wallace por allí. Sin embargo, aquí el héroe local es otro personaje que también vivió al margen de la ley y de los ingleses, el escurridizo Rob Roy.
Entre tiendas de ropa de montaña, pubs y un supermercado, uno se topa con un viejo escaparate de lo que en algún momento fue una tienda amplia y luminosa convertida hoy en un cementerio de miles de libros de segunda mano. Presidida por la cabeza de un ciervo bajo el que luce ceremoniosamente un sillón de cuero ajado por los años y las lecturas, uno descubre que el orden de los libros de las estanterías es inversamente proporcional a la distancias de estos de la puerta. Marketing rural.
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Librería, Callander

Fuente de la imagen: Eurosport

Al fondo un pequeño pasillo conduce a otras estancias donde los libros, ya sin disimulo, se amontonan polvorientos a la espera de que el dueño de tan peculiar establecimiento proceda a su clasificación. Mientras buceo distraído por las estanterías, aparece un tipo animoso de casi cuarenta años que se pierde al fondo de la librería y grita poderosamente al pie de una destartalada escalera: "¡Newspaper!". Deja sobre el brazo del sillón de cuero un ejemplar de 'The Scotsman' y se marcha regalándome una sonrisa al salir. El diario, que cumplió el año pasado su bicentenario, fue creado como respuesta al "desvergonzado servilismo" del resto de periódicos de la época al centralismo de Edimburgo. Y 'The Scotsman, que se comprometió a ser un diario “imparcial, firme e independiente”, terminó ganándose el favor de las gentes del extrarradio. Lo que no fue óbice para después hiciera campaña por el NO en el referéndum de independencia. Pasan los minutos, más de veinte desde que entré, y no hay señales de vida. No aparece nadie.
Un rato después se repite el ritual. Esta vez entra un joven pecoso y pelirrojo con una bolsa en la que se adivina un paquete de huevos, una barra de pan y poco más. "¡Supermarket!", es el grito que acompaña en esta ocasión a la visita. La atención por descubrir títulos evocadores y el placer de acariciar los lomos de cuero de los libros más antiguos se torna en curiosidad por conocer la identidad del librero esquivo. Pasan los minutos, otro cuarto de hora, y el joven se mimetiza con el entorno buscando libros mientras espera que aparezca alguien. De repente comienza a crujir quejosa la escalera de madera mientras se escuchan unos pasos. Instantes después emerge la figura de un hombre de edad indefinida, casi infinita, de generosa silueta y barba frondosa. Una suerte de Gandalf metido en carnes de apariencia entrañable.
El orondo personaje masculla algo y entrega unas monedas al joven, que, como su predecesor, sonríe al pasar y se pierde calle arriba. Ataviado con un pantalón destartalado en el que una pernera es más larga que la otra y unos tirantes sortean por los costados su barriga prominente, el librero me observa desde detrás de unas gafas de pasta redondas con patillas desiguales que delatan millones de páginas leídas y una sabia miopía. Le pregunto por un libro de viejos columnistas británicos de la editorial Penguin y asiente con la cabeza, como si diese su aprobación a la compra. Le entrego un segundo libro, un pequeño ejemplar que revela viejas historias de rugby escocés, y me escudriña con su mirada poco convencido de que mis 82 kilos sirvan para jugar a tan contundente juego. Advertía Oscar Wilde que el "rugby es una buena excusa para mantener a treinta matones alejados del centro de la ciudad" y sospecho que nuestro protagonista piensa parecido. Le pregunto por otros libros de la misma temática y acierto a entenderle, más por su gesto que por las tres palabras que apenas salen de su boca, que no es algo que le apasione.
Le doy un billete y con un acento contundentemente consonante que denota una procedencia caucásica, me advierte que me sobra una libra. Hago ademán de dejársela de propina, pero se niega y me advierte con solemnidad: "Cada libro vale su precio". Se gira, elige uno al azar y me lo entrega: "Una libra, un libro". Es un viejo tratado sobre reglas del rugby que no había sido capaz de advertir durante la hora que pasé sumergido en sus vastos dominios. Estaba entre la Ética de Spinoza y uno de Harry Ponter. Sonríe, se gira y se marcha escalera arriba sorteando objetos que descansan aleatoriamente repartidos por unos escalones que vuelven a quejarse a su paso. Al librero de Callander no le interesa el rugby...
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