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Ronnie O’Sullivan, más allá del tiempo

Sergio Manuel Gutiérrez

Actualizado 10/04/2023 a las 12:38 GMT

Existe un malentendido casi global en torno a la figura de Ronnie O’Sullivan. El mayor icono de la historia del snooker es también el mejor jugador de todos los tiempos, sí; es excéntrico e imprevisible, disfuncional, más alocado que extravagante en su desempeño profesional, aniñado y consentido, ciclotímico, talentoso como él solo, vale… pero ¿genial? ¿Simplemente genial?

Ronnie O'Sullivan

Fuente de la imagen: Getty Images

En la vida de Ronnie, también en la parte que no vemos porque queda más allá de la cámara, demasiadas cosas han recibido la explicación benévola que se ofrece a modo de excusa cuando alguien con talento mete mucho la pata. Es que él es así, decimos. Son las cosas del Cohete, o le odias o le amas. Es especial, eso sin duda, a estas alturas no le vas a cambiar.
Pionero en el arte del exceso, Ronald Antonio O’Sullivan compró todos los números que llevaba el lotero para haberse perdido en el camino. (La lotería, os lo tengo dicho, es una fábrica de desgraciados, y cuando juegas ni siquiera es preciso que te toque para serlo). Después, cuando llegaba a casa, se sacaba los boletos del bolsillo, los hacía añicos y los quemaba en un cenicero.
El joven Ronnie, igual que ahora el maduro, exorcizaba demonios a diario echando horas y horas en la mesa de prácticas tal y como haría un inútil, un mediocre, un ‘numpty’ en sus propias palabras, como si fuese un patético rasgapaños.
Era su método, su fórmula infalible, su manera de agarrarse al mundo. Aunque muchas veces nos hizo creer lo contrario, él jamás quiso ser un infeliz. Entrenó muy duro. Se esforzó.
He ahí la gran confusión, la falsa leyenda del genio disoluto.

El personaje

Ronnie O’Sullivan busca su octavo título mundial bastante alejado de la fama que le precede. Mantiene unas rutinas más bien aburridas, de cuarentón sanote y profesional dedicado. Corre, practica, huye de los vicios, se acuesta pronto. Hace todo lo posible por seguir siendo el número uno mientras mantiene convencidos a sus fieles más fieles de que todo le importa un carajo.
De vez en cuando, como para alimentar el mito, mea un poco fuera de tiesto, se mete con algún jugador de perfil bajo, desbarra, encabrita a los rectores del circuito, afirma que todo es un desastre y que los profesionales que apenas pueden comer del snooker deberían ir en masa a la huelga.
Está muy mal acostumbrado. Sabe que el precio del pan depende de su última ocurrencia.
Desde este lado, nos resistimos a calificar de errores sus errores y de infamias sus infamias, pues al final de él llueve (o eso nos parece) un maná permanente del que nos alimentamos todos. Le aplaudimos más de la cuenta y nos callamos lo que debe callarse, no vaya a ser que se enfade (que se enfaden los que son más ronnistas que Ronnie). Y, aunque tenga ya 47 años, el sistema fluye, la rueda gira y la bolita entra. Y unos y otros vamos tirando.

El cetro

Ronnie ya era el jugador más querido (y más detestado) hace una década. Con apenas cinco campeonatos del mundo en su palmarés, la silueta de la cabra acompañaba su nombre por doquier. Los ronnistas nos decían ya entonces que su ídolo era el mejor jugador de todos los tiempos, pues les daban igual los siete títulos de Hendry en el Crucible, su década prodigiosa y su mirada de hielo. Proclamaban, como en su día los maradonianos, que Ronnie O’Sullivan trascendía cualquier debate porque ellos lo habían decidido así y no iban a aceptar discusión al respecto, que su indómita leyenda convertía en pequeña cualquier sala de trofeos, que su verdadero valor se medía (o no se medía, porque era imposible) en el terreno de las emociones. Y contra las emociones no hay argumento posible en el deporte.
Diez años después, con dos trofeos más de la pastorcilla griega en su haber y un puñado de otros menores o no tan menores, ampliada por el camino su interminable colección de anécdotas y excentricidades, con el título honorífico de GOAT adjudicado en propiedad y para siempre, Ronnie quiere seguir ganando.
Si conquistase un octavo mundial, Ronnie O’Sullivan adelantaría a Stephen Hendry (nadie tiene más en la era moderna) e igualaría a John Pulman (dominador de los sesenta) y Fred Davis (el mejor en los cincuenta), quienes sumaron 8 campeonatos cada uno cuando el campeonato del mundo no era lo que es hoy y muchas veces sólo tenías que ganar un partido para adjudicártelo. Joe Davis, hermano mayor de Fred, lo ganó 15 veces.
En 1992, en su primer curso como profesional, un Ronnie O’Sullivan de 16 años coincidió en un partido con el viejo Fred Davis, quien con sus 77 primaveras disputaba aún una última temporada. Ronnie se impuso por 5-1. No sabemos si ha nacido ya el siguiente icono, el jugador que siendo aún un niñato insolente se mida con un viejísimo Ronnie, y le gane y herede el cetro.
Porque el cetro pertenece y pertenecerá a Ronnie durante muchos años, mientras se siga queriendo aplicar en la mesa de prácticas.

El malentendido del genio

Puede que sea porque se pasó al menos una década jugando un snooker errático, con tiros de lunático, y a pesar de ello ganaba de cuando en cuando. Desde luego tuvo mucho que ver su relación con el alcohol y las drogas, la famosa borrachera que le duró como seis años, la época de prisión de su padre y el botón de autodestrucción tantas veces acariciado. Influyen sin duda la velocidad de su juego, su agilidad mental y todas sus travesuras, derrotar a Alain Roubidoux jugando con el brazo izquierdo, el cabezazo a Mike Ganley, director del campeonato del mundo, los zapatos que este le acabaría prestando 19 años después, cuando jugó un rato descalzo, su rostro pícaro el día en que una chica correteó desnuda alrededor de la mesa en la que se jugaba la final del Masters, aquella otra vez en que falló una bola que casi le daba 147.000 libras, y cómo lo llevó; el período de rehabilitación, su empeño por ser mejor, sus autorreferencias a los más grandes deportistas de la historia, a Michael Jordan, a Tiger Woods, a Michael Phelps, a Novak Djokovic, sus piques con Hendry, con Williams, con Carter, casi con cualquiera en el momento menos esperado, sus continuas reinvenciones, ese corazoncito que sin duda tiene y a veces muestra, su sentido del humor, sus salidas cómicas, la sesión en que le desesperó la lentitud deliberada de Peter Ebdon, la época en la que él mismo se pasó al lado oscuro y empezó a pelear la parte final de los ‘frames’ hasta el mismo absurdo; su modo de desafiar los límites y de romper las normas, el partido concedido mucho antes de tiempo frente a Hendry, sus reseteos mentales, sus etapas de alejamiento del snooker, la genialidad única de abandonar un año entero el circuito y volver sólo para ser de nuevo campeón del mundo. Su estética, sus crestas, sus manías obsesivo-compulsivas, su reloj Casio, la forma descuidada con la que hurga sin vergüenza y frente a millones de espectadores en casi todos los orificios de su cuerpo. Los triunfos, por supuesto también los triunfos.
Ronnie ganó su sexto campeonato del mundo en 2020 y el séptimo en 2022 más por experiencia que por genio. Produjo instantes de magia en un par de momentos señalados, y lo demás fue puro oficio.
Hay ronnistas que, a estas alturas de la vida, le recriminan haberse convertido en un tipo aburrido. Nunca comprendieron que Ronnie es, antes que nada, un tremendo trabajador del snooker.
De hecho, él envidia el talento de otros. Con la acción de brazo de Neil Robertson, asegura, habría ganado quizá 15 campeonatos del mundo. No hay que descartar que aún se acerque a esa cifra, pese a carecer de la rectitud del gesto técnico del jugador australiano.
Ronnie, sí, se considera más un trabajador que un superdotado, más un Djokovic que un Federer. Ante todo, intenta agradar a los dioses del snooker, merecer su cariño. A veces, estoy seguro, padece el síndrome del impostor.
No necesita el octavo título mundial, pero sí lo necesita como necesitaba el sexto y el séptimo aun sin necesitarlos. Stephen Hendry dominó una década con mano de hierro, como acostumbran a hacer los grandes guerreros. Ronnie O’Sullivan discute, en todo caso, con la eternidad.
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