Los viernes de Iván Castelló: La fábula de Luis Enrique y Mamardashvili

Mandarnos a esparragar con fútbol y con un resultado ni soñado después de su cacareada lista antimadridista (ojo, que eso es peligroso aquí), juvenil y sin delanteros, la trilogía del último oprobio.

Y su balompié, además, ha sido de los buenos, que ganar a Italia en San Siro y no a la italiana del Inter sino sometiendo como el Milan de los holandeses no parecía proeza reservada para un tío tan altivo con unos jugadores tan desconocidos. Es difícil darle más a Luis Enrique con menos éxito a cambio.

Ese fútbol del que él, Luis Enrique, como no podía ser de otra manera porque Dios lo hizo así, sabe más que nadie de nosotros, representantes de la grey más fácilmente criticable y menos reputada, la periodística, la que de tanto encajar ni se inmuta ya, como un sparring golpeado sin piedad por Muhammad Ali los días previos en Kinsasa de la mítica Rumble in the jungle. Pelea que describió con precisión quirúrgica Norman Mailer en El combate. Un libro, sí, especie en extinción, tanto el formato como el que lo lee.

Como me voy por las ramas, vuelvo al tronco: ser faltón es fácil. Muy del páramo de Twitter, muy de estos tiempos de zozobra moral que comienzan por la falta de ejemplo desde los tronos. Y Luis Enrique hace tiempo que se olvidó de ser modesto pese a ser hijo de camionero y costurera en el barrio de Pumarín, Gijón. Incluso tampoco tras los golpes de la vida.

Morirá matando pero por la boca también muere el pez. Solo así se entiende que quien debiera ser héroe nacional tras una buena Eurocopa y ahora la muesca en San Siro no deje de ser un pimpampum en el ideario popular y de la mayor parte de la prensa. Con la que hacer buenas migas no es necesariamente un signo de pleitesía sino más bien de sentido común. El que muchas veces falta en este absurdo de ser el mejor pero parecer intencionadamente lo contrario. Ni Freud.